Una de las cosas que más y mejor he aprendido durante mi aventura "granaína" ha sido a lidiar con la frustración. No es que yo estuviera acostumbrada desde siempre a saborear las mieles del triunfo, que una hace lo que puede pero es más bien dada a meter la pata de vez en cuando, como todo el mundo. Lo que sí es cierto es que estaba malacostumbrada a que las cosas me salieran bien (demasiado bien, diría yo) en lo que al ámbito académico se refiere. No sé si soy la más indicada para ensalzar el historial de buenas notas que tengo a mis espaldas desde que empecé a hincar los codos a conciencia con apenas doce años, pero es la verdad. Hasta que terminé la carrera, siempre me consideré una buena alumna, responsable y trabajadora. Bastaba con ir a clase, reunir unos buenos apuntes, dedicarles tiempo y ganas a los libros y darlo todo en la evaluación final. Sin embargo, cuando sales de esa esfera de progresión académica en la que todo parece estar tan perfectamente estructurado y bien atado, las cosas no son tan sencillas.
A veces sucede que pasas varios días encerrada en la biblioteca, reuniendo material bibliográfico, leyendo y traduciendo artículos, consultando fuentes extranjeras, esforzándote al máximo en un trabajo, y los resultados no son exactamente lo que esperabas. Porque sí, porque tu profesor ha decidido que no mereces más nota de la que tienes, o porque quizás no lo hiciste tan bien como pensabas. Y no pasa nada, de verdad. Te enfadas, claro que te enfadas, porque has invertido gran parte de tu tiempo y tu esfuerzo en hacer algo de la mejor manera posible, pero tras la pataleta inicial acabas asumiendo que una nota no mide ni tu capacidad intelectual, ni tu maestría académica, ni mucho menos te garantiza un futuro prometedor repleto de éxito y felicitaciones. Ojalá... Pero no es así.
Con la vida real, ésa que va más allá de los límites de la biblioteca y las paredes de la facultad, sucede lo mismo. A veces luchas por prosperar en algo en lo que crees firmemente, por avanzar en un proyecto que realmente te gustaría que viera la luz, como montar un negocio, hacer un viaje o, simplemente, sacarte el carnet de conducir. En ocasiones saldrá todo bien. Otras tantas, no será así. ¿Y qué pasa entonces? Que solemos culparnos a nosotros mismos de nuestra propia desgracia, lamentándonos de no haber hecho las cosas mejor, sintiéndonos derrotados, inútiles, cuando el fracaso llama a nuestra puerta. Y es que parece que en la sociedad en la que vivimos no estamos acostumbrados a lidiar con lo negativo, lo desagradable, lo feo, lo que nos produce tristeza y desánimo. Es lógico que, como seres humanos, tendamos a buscar paz, consuelo e inspiración en aquellas cosas que nos hagan felices, pero considero que también es necesario aprender desde pequeños y finalmente asumir que el fracaso existe, que las cosas no siempre salen como uno desea, y que no pasa nada, porque al final la vida seguirá y puede que incluso tengamos más oportunidades de intentarlo.
El niño llora cuando su torre de LEGO se desarma y cae al suelo, cuando hay lentejas para comer en lugar de macarrones con queso, cuando esa tarde no le llevan al parque porque hace mal tiempo. Con el paso de los años, sacará buenas y malas notas, tendrá relaciones inolvidables con personas maravillosas y sufrirá por culpa de otras, conseguirá un buen puesto de trabajo o tal vez saltará de contrato temporal en contrato temporal basura. Porque la vida es éso: alegría y decepciones, éxitos y fracasos, bondad y maldad, y así seguirá siendo siempre. No todo es bonito, atractivo, inolvidable, maravilloso, increíble, estupendástico, de color de rosa. No siempre, al menos. Y, repito, no pasa nada, absolutamente nada. Forma parte de la vida, de vivir, que para éso estamos aquí.